Sunday, February 01, 2015

Cuando corro, me corro
(borrador)
Por Isadora Montelongo

Corro desde que comencé a llorar, veo la carretera como un pañuelo. Hace 2 kilómetros y supongo 500 mililitros de lágrimas se han consumido por el camino.
            No corro para tener las piernas torneadas ni bonitas, ni lloro por ningún hombre. Los hombres no son causa de llanto, sino de risas. El otro día reí tanto en la cama. Cris estaba encima de mí y con la lengua recorría mi pezón izquierdo, las cosquillas eran tal que me causaban mucha risa, me hice pipí sobre la colcha. A Cris no le dio asco porque es más atascado que yo para muchas cosas del sexo. Así nos conocimos, en un atasque total. Yo corría como siempre para poder llorar. La carretera estaba sola a altas horas de la madrugada, los fantasmas del camino se habían ido a dormir después de las tres de la mañana y mis tenis rompían las piedras a la orilla del camino. Lloraba aquellas horas desperdiciadas en el trabajo, en la rutina innecesaria para respirar. Caían mis lágrimas para llenarme de viento los ojos, de algo que no se ve, pero que se siente libre cuando seca las pupilas. La tortura de pasar 10 horas sentada se desprendían en los músculos de mis piernas al trotar rítmicamente sobre el asfalto. Sólo mis lágrimas podían secarse sobre una línea blanca a lo largo de la carretera, donde los autos no pasan a menos que sea fin de semana y en quincena, donde todo el mundo quiere ir al centro de la ciudad a quitarse el cansancio del trabajo. Pero la madrugada del miércoles no fue así.
            Una camioneta con las luces altas se acercaba a mi izquierda, corrí sólo por el filo del asfalto, para que me rebasara, se mantuvo con una velocidad inverosímil para una carretera sola, sola, sola.  Las luces se posaron en mi espalda hasta blanquecerla toda, pasó después el vehículo a mi lado y me rebasó, cuando acabé por interrumpir el llanto y dejar que el sueño volviera a funcionar a sus horas normales. La camioneta dio reversa.
¾ ¿Ey, por qué tan sola? ¾Una sonrisa se asomó, mientras el vidrio bajaba. La sonrisa era de mi vecino Cristián.
¾ Me asustaste¾ si bien, correr por San Mateo, a altas horas de la noche es como ponerse un escalpelo en la sien y pasarlo por todo el contorno de la cabeza.
¾ ¿Estás llorando? ¿Estás bien? ¾ su sonrisa cambió a una de preocupación instantánea.
            No podía decirle que sí, hay cosas que debemos ocultar para que sigan siendo un código de respuesta para poder sobrevivir en este ritmo que nos hace dejar lo que realmente somos.
¾ No ¿por qué preguntas?
            ¾ Lo más precioso de esta carretera es tu vida, déjame llevarte a tu casa. No deberías andar sola por aquí, no está chido.
            ¾ Ya voy para mi casa¾ después de su insistencia subí en la camioneta. Él tenía aliento alcohólico. Yo sólo quería que se callara para que el tufo a cerveza no me fulminara todo el aire fresco que corría por mi cara.
            ¾ Vengo de trabajar.
            ¾ ¿Eres catador de cervezas?¾ Soltó una carcajada.
            ¾No, soy bailarín.
            ¾ ¿Qué no sabes que no es bueno beber y manejar al mismo tiempo¾ hice que se sintiera incómodo, pero la verdad, no tenía derecho de decirme si mi vida era preciosa o no, vi cómo cambio su cara, cambié el tono de la conversación. ¿Y en qué ballet?
            ¾ Qué raro, somos vecinos y jamás hemos hablado tanto.
            Aquello era cierto, del buenos días, buenas tardes y a veces un buenas noches, no había pasado. Teníamos de vecinos lo que yo tenía de compañerismo con los del trabajo. Nada.
            ¾ Bailarín exótico.
            No pude sorprenderme de que fuera exótico, pero bailarín era lo que me causó curiosidad. ¿Cómo alguien puede soltar tan rápido de su boca, una de las profesiones que forman parte de la línea más juzgada de la sociedad, después de narco y prostituta? Me pareció que el aire que salía de su boca al decirlo era triunfante, liberado del prejuicio y de la rutina. Pero había algo que no terminaba por decir.
            ¾ Yo soy un robot, para estas alturas ¾ volvió a reír, hasta cuajar una carcajada.
            ¾ ¿Cómo un robot?
            ¾ Tengo todo lo que un robot tiene, un trabajo mecanizado, cuadrado, rutinario, que rechina en lo aburrido y necesita cruzar una línea imposible, aunque sea más eficiente que un humano, no lo es. No puedo cruzar la línea del gusto por lo que hago.
            No podía cruzar la línea de lo que lo ata a uno, a lo que uno ama. Una simple letra que lo cambia todo. Atar/amar
            No debí decir aquello. Cristián me miró como si yo fuera el robot más sencillo de todo el mundo, tal vez, menos complicado que un abre latas.
            ¾ No digas eso, eres una mujer a quien no le hace falta nada. Y no eres la única que puede llegar a sentirse así.
            Yo estaba perfectamente descansada después de correr llorando, la sensación de despejarme de todo había llegado al cien por ciento. Él después de venir de bailar para un montón de mujeres con escotes pronunciados y manos largas, seguro sintió lo mismo. Nos empezamos a besar, un beso primero algo tímido a las afueras de mi casa, luego uno más grande que abarcaba toda la boca. Cristián se corrió adentro de mí  cuando lo monté sobre las piernas dentro de su camioneta.
            Cuando terminó pudo confesar algo que no esperaba.
            ¾ No es lo mismo calentarse con una cliente que te ve como un vil pedazo de carne que con alguien que sí te gusta.
            Hace tiempo hubiéramos hablado, pero no sólo correr para mí en la carretera era buscar una liberación que yo necesitaba casi todas las madrugadas, era  callar algo que nadie podría entender, pero Cristián ese día, al correrse dentro de mí, me hizo comprender que me entendía  a la perfección, él se liberó también, de algo que no le gustaba de su trabajo y lo estresaba.
            Amanecimos juntos, por la mañana el “buenos días” vecinal, no sólo fue un protocolo, sino un código que nos dirigía un camino directo a algo mejor que nos esperaba de vuelta del trabajo.
            La madrugada del lunes, Cris me recogió de vuelta de mi carrera, tenía un brillo en los ojos cuando me vio, “quiero ser libre”, gritó, me subí a la camioneta e hicimos el amor hasta corrernos en medio de la carretera.
            Los dos corrimos desde entonces, cada quien a su manera, yo no volví a llorar por la rutina fastidiosa de todos los días y él jamás se volvió a sentir  como un bollo caliente que tiene el compromiso de calmar las ganas de una cliente. Todos los  días nos saludamos con un “buenos días” que nos esperaba de regreso a la mañana siguiente en la carretera.