Saturday, June 04, 2011

1. Sí he escrito cuentos nuevos (luego los subo cuando ya entregue el pedido), tengo dos en borrador que debo terminar más tardar para el miércoles.
2. No he leído, mas que los anuncios panorámicos. Me pone de nervios no tener tiempo de leer, pero en fin...
3. Ando medio lacra, y con el yo social grande (hablándole a todo el mundo en el jale, cosa rara de mí), y es que hay que ganarse la vida. Pff...
4. Conocí a dos chavos buena onda, les pedí los correos, pero se me perdieron, je :P
5. Aquí dejo un cuentito viejito por ahí del 2006 de un libro (La yerba crece más verde del otro lado) que tengo y que nunca corregí:
De la serie de cuentos “La yerba crece más verde del otro lado”

Onda Tlacoyo, plan tamal


por

Isadora Montelongo



Eso es tamal....así....quieto, muy quieto,
¡Tris¡ ya se abrió tu abdomen abultado,
mas, ¿Qué es esto? ¡Gran Dios¡ qué es lo que veo¡
Bien dije yo, tan solo masa había
Donde soñé encontrar un buen relleno;
¡Desilusiones de la vida humana
soñar con carne y encontrar un hueso¡
Juan José Botero




El plan tamal nos trajo hasta aquí. Siempre envolví a Rita en mi onda tlacoyo: Fugarnos de México. Llevarnos el olor a tamal y tlacoyo entre las comisuras y triunfar como los cerebros de fuga que éramos. Canadá… entre las posibilidades.

Rita quería ir a Noruega, pero apenas y juntamos para un mes y medio de renta en Tartu College. Conocíamos el Defectuoso, Guadalajara, Comalcalco, Monterrey, Puebla, Hidalgo, Guanajuato y Tijuana. Temor a salir de México, ─no mames; ─le decía a Rita─. Canadá no es el DF o Tijuana, no te van a asaltar, le insistía, mientras empacaba y trataba de borrar sus inseguridades. Un cuarto doble. Y el aire que entraba por la rendija de la ventana no olía a smog, como en el DF, no olía a chocolate como en Comalcalco, no olía a cloro quemado como en Monterrey, no olía a maíz. “Sin maíz no hay país”, me decía Rita, mientras se dejaba caer angustiada con un gesto que parecía una sonrisa. ─No te agüites zorra, ya verás que pronto conseguimos trabajo de meseras en algún restaurante mexicano, mientras nos acomodamos.

Rita iba de día y yo de noche. Una salvadoreña nos dio chance para trabajar en un restaurante mexicano. Ambas aceptamos inmediatamente el empleo, sin problemas con el menú y el inglés que no se nos oía tan patoso. Después de todo éramos universitarias graduadas. El trompo, restaurante, nos iba dando más horas de trabajo y pronto fuimos las meseras encargadas. Trabajábamos en todo. Rita corría al mercado Chino a las seis de la mañana para comprar la carne y las verduras, veía como la basura se acumulaba en las esquinas y las ratas pasaban pisándose las patas unas a otras, brincando entre la viscosidad (de los desperdicios), huyendo de los de Toronto clean service. Rita y yo, terminábamos agotadas; pasábamos cerca de la universidad y nos tirábamos en el césped, acostumbrando a las ardillas a comer trozos de tortilla.

La rutina; sin embargo, nos alejó del plan tamal. De las becas para la universidad. Ya veía muy lejos mi idea de enseñar español en alguna escuela, de ver a Rita destruir la maldad y la bondad en el chisme de la historia mexicana en el college. Nos habíamos enterrado en un tamal. Éramos la carne del tamal.

Estar muerto es como estar envuelto en un tamal, como dentro de un ladrillo indestructible. México, nos seguía condenando. Teníamos que volver a decidir sobre el plan tamal, retomar la onda tlacoyo.

…Rita renunció al trabajo y se animó a decirme, ─sale, ya vámonos a Canadá, antes que me arrepienta─. Llamé a Roberto y lo cité, seguro me perdonaría por asaltar todos sus ahorros para irnos a la mierda blanca, pero pensé que algún día se los regresaría y no habría ningún problema. Llegamos a su casa y nos abrió la puerta; remojado, recién duchado, fue fácil decirle que Rita necesitaba la computadora para hacer un trabajo de x o y escuela, y con el pretexto de su agradable aroma, yo lo arremetí contra el sofá de la sala, seduciéndolo. Lo dejé inmóvil, afónico y con los huevos calientes como siempre, con el quejido a flor de piel. Rita con el dinero en los calzones salió y gritó, ─ya paréenle, puercos nefastos─; la señal dada. Me vestí y salimos a toda prisa. No había asaltado a mi exnovio por nada. Teníamos que salir del ataúd de la olla, de México…

En silencio, seguíamos contando el dinero. Nos faltaba demasiado para pagar la universidad, hasta que Rita sugirió: ─La última vez que fui al mercado, cerca del dragon mall, hay un tipo que se me quedó viendo. La primera vez lo ignoré, la segunda, se acercó y me preguntó que si era latina, le dije que sí, se alejó. La señora Yuhe, la que vende esos tomates grandes, me dijo que no era buen hombre, pero que si necesitaba dinero, que pagaba bien. La idea pasó, y se fue tejiendo. 12 mil dólares por dos semanas. Rita ya estaba decidida, se arreglaría con el chino por las mañanas cuando fuera al mercado y por las noches ganaría esos 12 mil dólares. No me parecía la mejor idea, pero la desesperación estaba hirviéndonos.

Toda la noche estuve distraída. El agua de jamaica se me resbaló entre las mesas, como sangre diluida. Eres una idiota, pensaba, no debí dejar ir a Rita… Terminé el turno, dejé el mandil en la mesa, recogí las propinas y tomé algunas tortillas para las ardillas. Rita dejaría pasar el mal rato distrayéndose con esas agradables criaturas, que acostumbró a comer tortillas, porque “sin maíz no hay país” como siempre ella replica. Yo le daría tortillas, algo que la dejara sentirse cerca, porque quien se quejaba de México era yo. Rita no, yo fui quien empezó a freír a Rita en la onda tlacoyo, esa de salir del país con la idea de rellenarnos de cosas mejores, de un futuro prometedor y engreído. Pero al freír el maíz del tlacoyo o al arrojar el tamal a la olla en vapor, éste marchita su vestidura, se oscurece, y al fin se quema.

Rita no llegó.

Desperté entre un montón de ardillas alrededor mío, como si fuera mi velatorio, y el polvo de las tortillas sobre el césped, como las cenizas de mi cuerpo. Fui al restaurante El trompo, donde trabajamos. Rita no había abierto, fui a Tartu, donde rentábamos, Rita no había llegado a dormir. Comencé a llorar y a correr, pensando lo peor. En el mercado chino, tenía que estar surtiendo con sus dos carritos en cada mano, con su caminar despistado y alegre. Las ratas, los montones de basura, la viscosidad que salía de entre las bolsas y en una de ellas: Rita, hecha una bola de masa, ─Rita, amiga─. A penas y podía hablar con su rostro hinchado por golpes. ─ ¡Un día, y ya tengo los 12 mil dólares, cabrona! ¡No que no, el plan funcionó!, ─me gritó Rita, emocionada─.